Juan Ignacio Gutiérrez

Aunque soy consciente de que corren tiempos de descreimiento y relativismo y de que alguno de los nuevos inquisidores sofistas que pululan por aquí me va a caer encima por hacer una afirmación categórica, ahí voy, a lo loco: la mayoría de las conductas de los niños son fruto del aprendizaje por imitación.

Cuando Juan tenía 3 años, su madre nos hizo a él y a mi la foto que acompaño. Habíamos ido al pueblo de vacaciones y vió, en el Casino de la plaza, algunas personas mayores que hablaban paseando por el salón.

  • ¿Papi, qué hacen esos hombres?
  • Están paseando. ¿Quieres que paseemos nosotros?
  • ¡Sí!

Nos levantamos y nos pusimos a pasear por el salón mientras yo le explicaba a él en qué consistía el antiguo arte de conversar mientras paseábamos, centrándome en la práctica local -no llegué a Aristóteles, era muy pequeño para eso-.

El caso es que mami se dio cuenta de que Juan y yo paseábamos con las manos cruzadas a la espalda, hizo la foto con su teléfono y me la enseñó entre risas cuando volvimos a la mesa tras nuestro paseo, que no duró mucho.

Ya habíamos visto a Juan pasear con las manos cruzadas a la espalda en otras ocasiones. Cuando lo vio mi hermana exclamó: “anda mira, con las manos atrás como su padre”.

Cuando su abuela materna supo que a veces caminaba así, dijo que lo hacía igual que su tío Daniel, un tío-bisabuelo de Juan al que ni siquiera conoció.

La tendencia a vernos reflejados en nuestros descendientes, a suponer que son en todo una copia de nosotros, es natural, lógica e inevitable. De hecho, no debemos dudar de que tiene base científica, no en vano nuestros hijos comparten con nosotros la mitad de los genes -por decirlo de alguna manera y sin entrar en cientifismos que no caben aquí-.

Pero aunque haya una predisposición o un preparación genética para alcanzar ciertas metas en el desarrollo, la mayoría de las conductas discretas son aprendidas.

Un niño puede caminar con la cabeza inclinada, como su padre, su madre o alguno de sus abuelos, porque haya heredado una disposición muscular anómala de alguno de ellos, pero no caminará con las manos cruzadas a la espalda por una predisposición genética. Esa es una de tantas conductas aprendidas.

Es probable que el niño me haya visto a mi pasear de esa forma en innumerables ocasiones o que se pusiera a pasear en el Casino ese día imitando a las personas que le habían llamado la atención, que probablemente lo hacían así.

Aunque no recuerdo haber visto a mi padre caminar así y tampoco creo que hubiera reparado en ese hecho de no ser por la anécdota con Juan, lo normal sería que yo mismo lo haya aprendido de alguien.

Somos animales de costumbres. Tanto es así, que es muy probable que Juan, que no va a pasar las largas tardes de invierno viendo como los mayores charlan mientras pasean con las manos cruzadas a la espalda en el salón del Casino del pueblo, termine dejando de hacerlo.

Comenzaré a fijarme ahora que he escrito esto. Provocaré una situación propicia y observaré si lo hace. Evidentemente, lo haré tratando de no cruzar yo las mías, para no contaminar el experimento.

Sí, la mayoría de las cosas que hacen los niños las han visto hacer antes. ¿Recordáis aquella potente campaña de NAPCAN, «children see, children do«?

https://youtu.be/5JrtpCM4yMM

Y nos engañaríamos -o sería un indicador de que no pasamos demasiado tiempo con ellos- si pensáramos que los principales referentes de nuestros hijos no son mamá y papá. Los grandes proveedores de conductas para aprender, el gran catálogo que tienen nuestros hijos permanentemente a su disposición somos nosotros mismos, por eso es tan importante que tomemos consciencia de ello.

Esta es la cuestión: tenemos que tratar de asegurarnos de que hacemos lo que queremos que aprendan a hacer ellos y dejar de hacer lo que nos gustaría tratar de evitar que hagan.

Después de eso, sí: están las predisposiciones genéticas. Y que me perdonen tirios y troyanos.


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