El Súper se ha puesto hoy su divertido y ridículo disfraz inflable de tiburón para el carnaval del cole.

Eso me ha recordado que el otro día estuvimos él y yo en una feria de coches clásicos y vimos un coche de juguete que yo había tenido de niño: un Citroen Tiburón. Teledirigido. El mio era blanco y este era celeste, pero, por lo demás, eran iguales.

Aquellos coches de juguete, los de mi infancia, eran teledirigidos porque se dirigían desde lejos, como los de ahora. Tan lejos como permitiera el cable que unía la caja de los mandos al motor eléctrico del coche. Es curioso que pensemos que los coches eléctrico son algo de nuestro tiempo, cuando me atrevería a decir que los primeros motores para automóviles fueron eléctricos. Supongo que la tecnología del siglo XIX no permitiría la autonomía que ofrecen las baterías de ahora, pero motores eléctricos hay desde hace mucho tiempo. Los trenes son eléctricos, los tranvías, lo eran los trolebuses. De hecho, nos hemos pasado los últimos dos siglos poniendo y quitando cables de nuestros campos y de nuestras calles.

Una vez quise hacer un viaje circular en tren desde mi pueblo y me encontré con la sorpresa de que algunas de las vías férreas que aparecían en mi mapa ya no existían. Hemos desmontado trenes para favorecer el uso de los automóviles, para después volver a hacer trenes que pudieran competir con los automóviles, que, ahora, hemos decidido que son un problema.

Los mejores coches de juguete de mi infancia eran los eléctricos. De cable, claro. No había coches de radiocontrol cuando yo era niño. Aquel Tiburón blanco, lo era; eléctrico, no de radiocontrol. Tenía hasta intermitentes y todo, que se activaban y desactivaban desde el mando o caja de control que tenia también un volante.

Tal como yo lo recuerdo, el mando, la caja de control, tenía un volante, un botón para que el coche fuera hacia adelante, otro para que fuera hacia atrás y los mandos de los intermitentes. Casi nada para el hijo de un mecánico de pueblo a mediados de los años 60 del siglo XX.

Creo que aquel coche fue un regalo de un ingeniero alemán al que mi padre había resuelto una avería años atrás y que, durante años, pasaba con regalos para nosotros camino de su trabajo en la base aérea que la OTAN tenía entonces cerca de Beja, al sur de Portugal.

Un día llegó al taller de mi padre un Citroen Tiburón de verdad. Allí había estado muchos años un Citroen negro, con tres filas de asientos, que había sido de mi padre. Más allá de que aquel coche era una chatarra que nunca vi funcionar, le había caído encima una de las bigas del techo de la nave del taller que había salido volando durante una tormenta hacía unos años.

Aquel Citroen era un 11 ligero, uno de esos que llevan ahora a las novias a la iglesia, al Ayuntamiento o al restaurado Castillo Medieval que siempre es de los moros y era el coche más elegante que nunca había visto.

Aunque no funcionara, solía meterme a jugar en él hasta que mi padre me reñía, advirtiéndome de que me iba a cortar con algo entre aquellos hierros que tardó años en tirar, supongo que porque siempre pensó que terminaría arreglando aquel vetusto coche algún día.

Pero el Tiburón era más elegante. Era un coche de presidente; futurista, fastuoso, espectacular. Y era exactamente igual que mi Tiburón de juguete. Sí, hasta era del mismo color.

El coche estuvo allí encerrado mucho tiempo y también recuerdo haber jugado mucho en él. Hasta que mi padre me reñía, claro. “Juan, salte del Tiburón”.

Aunque yo no había estado nunca dentro de uno, aquello tenía que ser como un avión. Al arrancar, se elevaba como si hubiera despertado y al rato de parar el motor se recostaba cerca del suelo como si se hubiera quedado dormido, como si fuera a descansar. Los otros coches no hacían eso.

Mi Tiburón de juguete tampoco podía hacerlo. El mio era como una especie de imagen del real, de aquel dios que se me había aparecido en la nave de dentro del taller de mi padre una mañana.

Muchos años después, ya de mayor, supe que aquellos coches no se llamaban “Tiburón”. Tiburón era un apelativo que hacía referencia a su imponente morro, a su capó; aunque supongo que habría también otros motivos para llamarlo así, como que fueran muy rápidos o muy potentes, eso no lo sé. El modelo era DS: Citroen DS.

Al parecer, ya digo, según supe después, DS suena en francés igual que diosa. Saber eso me sirvió para confirmar que lo de aquel Tiburón blanco al que habían quitado las placas de matrícula, sí fue una aparición. Pero no había sido la aparición de un dios, sino la de una diosa.

Y mi viejo Tiburón teledirigido no era un juguete cualquiera, sino la representación de una diosa, una diosa de la mecánica supongo. Y mi juguete estaba en el taller, en el cuarto que hacía de cuarto de herramientas y oficina de mi padre, para proteger nuestro taller, como aquellos lares y penates que protegían los hogares romanos.

Así que, Súper: yo sí creo.