En aquellos maravillosos años de la facultad, los domingos íbamos a la Alameda. Era día de mercado o mercadillo, de periódico bajo el brazo, de cañas en vaso de plástico muy poco rato después de levantarse; de amigos, de encuentros, de resaca, de sol.

Yo había ido muchas veces de pequeño. Mis tíos vivían en un corralón, en una casa de vecinos que recuerdo haber oído nombrar como «el refugio». Mis recuerdos de ese tiempo son vagos, seguro que inexactos y muy probablemente falseados por mi imaginación; pero ahora, con el tiempo, cuando mi fantasía vuela hasta ese lugar imaginario, se parece mucho al que recorría los domingos de resaca de la facultad.

Mi tío tenía un camión, un Pegaso que seguro que era muy viejo, que tenía “más kilómetros que el baúl de la Piquer”. No siempre estaba allí cuando llegábamos para visitarlos, a veces estaba de viaje. Nunca dormimos allí, porque no habríamos cabido, pero, algunas veces, esperábamos hasta que se hacía de noche para que mi tío llegara. De repente, en el calor de la incipiente noche sevillana, se oía la bocina del Pegaso entrando en la Alameda.

– Ea, pues ya está ahí.

Esperábamos a que subiera; lo saludábamos. Él hablaba un rato con mi padre del freno eléctrico, o de como le había subido la temperatura al subir la «media fanega», o de lo que había tardado desde tal a tal sitio. Después nos íbamos a dormir a casa de mi abuela.

Muchos años después, el niño que ya no era, volvía a la Alameda cada domingo de sol mientras duraba el curso. Seguíamos soñando con quiénes seríamos, sin saber que ya éramos nosotros, que siempre lo habíamos sido.

No sé si éramos más felices que ahora. Eso depende de tantas cosas y es tan personal que creo que resulta grosero hasta plantearlo. Unos serán más felices que entonces, o creerán serlo, y otros evocarán esa arcadia feliz que emerge en sus recuerdos.

Serán unos recuerdos sin calor, sin olor a basura, sin dolor de cabeza, sin cerveza caliente y, a lo mejor, hasta con dinero en el bolsillo. No importa demasiado. La vida es eso que nos pasa mientras planeamos qué ocurrirá mañana o soñamos con la ficción que hemos elaborado sobre lo que nos ocurrió ayer.

Nunca es demasiado tarde para vivir el presente, para evocar el pasado o para planear el futuro. La Alameda no es aquella de nuestras mañanas de domingo, como tampoco esa era igual que la de los cansados niños que esperaban a que llegara su tío con el Pegaso para ir a dormir. Y a soñar Dios sabe con qué.