He recordado después de muchos años la primera vez que fui a Portugal. En realidad no sé si el recuerdo es de la primera visita, pero, desde luego, sí es la más antigua sensación de la que tengo constancia respecto a ese país.

Debió ser en Beja. Mi memoria se llena de motos pequeñitas, coches que nunca había visto con placas de matricula negras con las letras y los números blancos, señores vestidos con chaqueta y corbata, con sombrero, y una gran piscina con un trampolín que, según me explicó mi padre, era en realidad de los alemanes, que tenían una base aérea en la ciudad.

Yo no tenía edad para saber si Beja era más grande o más pequeña que Sevilla, eso lo supe después. A Sevilla iba a casa de mi abuela y conocía a mucha gente: titos, primos, amigos de mis padres y de mi abuela,… Supongo que era esa familiaridad, esa accesibilidad, lo que hacía que, en mi cabeza, Beja fuera una ciudad de mayor tamaño e importancia que Sevilla: una gran ciudad.

Una de las cosas que mejor recuerdo es que los motoristas llevaban casco. En mi pueblo sólo llevaban casco los motoristas de la Guardia Civil. Desde luego no recuerdo haber visto nunca a mi padre con uno.

En casa había dos cascos: uno antiguo de la Agrupación de Tráfico y uno gris metálico sin visera que solíamos decir que era de paracaidista y que habían regalado a mi padre unos extranjeros; pero, como ya he dicho, no tengo ninguna imagen en la que él llevara alguno.

Aquél país parecía más ordenado y civilizado que el nuestro, y cada vez estoy más convencido de que lo es. Supongo que el quid de la cuestión es que el nuestro no es un país sino muchos y que estamos peor avenidos de lo que insistimos en pensar.

Puede que la solución a nuestras diferencias sea hacerlas aflorar, afrontarlas y que cada pueblo tire por su lado. A lo mejor así dejo de tener nostalgia de Portugal.

Aunque ahora que lo pienso, creo que no quiero que eso suceda nunca.