Juan Ignacio Gutiérrez

La primera vez que vi Vila Real de Santo Antonio era de noche, desde la aduana de Ayamonte. Hasta entonces, siempre había entrado a Portugal por Rosal de la Frontera, pero esa vez viajaba con unos amigos desde Sevilla y el destino era, también por primera vez, el Algarve.

El Puente del Guadiana no existía entonces y la frontera cerraba a medianoche. No lo recuerdo con exactitud, pero debimos llegar a la cola del transbordador no mucho después de las 10 de la noche. La policía imponía respeto todavía, y aunque no llevábamos nada que pudiera meternos en problemas y nuestros papeles estaban en regla, el momento de sacar los billetes para el transbordador y llevar los carnets a la policía, no dejaba de tener su punto de tensión. Vimos llegar el primer transbordador. Después de un rato se marcho y avanzamos en dirección al embarcadero para volver a parar un poco más adelante.

Justo después de la salida de ese barco bajamos del coche. La noche era húmeda, brumosa y más fría de lo que suponíamos antes de salir a la calle. Ahí tuve el primer contacto visual con las lejanas luces de Vila Real de Santo Antonio. Por alguna extraña circunstancia la ciudad portuguesa no estaba cubierta por la bruma, y se erguía limpia, imponente, luminosa al otro lado del río, inaccesible aún.

De repente, nos dimos cuenta de que algo iba mal en el embarcadero. Había un par de hombre -supongo que policías- con monos de trabajo, que estaban sacando los asientos de un Citroen Diane 6. Del coche solo recuerdo que la matrícula era de Jaén, pero nada mas; ni siquiera el color. No conservo imagen alguna de los ocupantes en mi cabeza. Comentamos que se trataría de un asunto de drogas, y que desmontarían el coche hasta encontrarla. 

Recuerdo los faros del transbordador acercándose de vuelta; la rueda de repuesto y los asientos desmontados del Diane en el suelo, con todas sus puertas abiertas; la humedad, la pared de piedra y la barandilla del muelle; mi amigo nervioso porque nos iban a cerrar la frontera…, y, a lo lejos, la luz limpia de Vila Real reflejándose en el río.

Desde el embarcadero nos indicaron con los brazos en alto que nos pusiéramos en marcha y los coches que teníamos delante comenzaron a moverse. Subimos al nuestro, arrancamos y pusimos rumbo, nerviosos, hacia aquella luminosa ciudad de la otra orilla.

La policía había apartado el Citroen, que continuaban desmontando. Al pasar cerca de él comentamos que aquel pobre coche no iba a cruzar la frontera esa noche y tampoco sus ocupantes. De repente, el salto brusco del nuestro nos confirmó que embarcábamos.

Recuerdo el sonido del agua, el ruido de los motores del barco y el viento húmedo en la cara mientras nos acercábamos, en el último barco del día, a la aduana de Vila Real.


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